domingo, 25 de abril de 2010

Crítica y potencia
Creo que hay una tendencia en la crítica de los 80, me refiero a la crítica académica, que es análoga a la operacion cultural alfonsinista y que es, pese a las apariencias, irreductible a la concepción de cultura que se desprende de los cuadernos de Gramsci.
Se trata de la reapropiación en clave "moderna" de las lecturas de cuño liberal-libertador, del corpus de lecturas organizados en torno a Sur, entendido ese núcleo como una suerte de lugar de llenado cultural. Desde ahí, de ese lugar que no llega a criticarse (que no llega a ser sometido a disección, del que no desentraña del todo en fucionamiento: que en definitiva permance ilegible) se dirimen carencias, se leen retazos de la literatura más cercana , se piensan los saberes menores, se clasifican los saberes del pobre, etc., como una fuerta de suplir la falta de llenado. El resultado es evidene y, si se quiere, acrítico: la confirmación del lugar soberano de Borges, de Sur "urbanizado" (como la filosofía heideggeriana por Gadamer) por el suplementos de cultura de La Nación, y la exacerbación de esa triste concepción de la literatura de espejos y laberintos, de niño al que mayores hórridos hacen hablar en inglés.
Se puede leer, sin embargo, también aquello de lo que carece Borges. Digamos, para nombrar solo uno de los puntos de configuración de la cultura burguesa, podemos ver sus carencias en cuanto a su conocimiento de lo operístico, saberes que sin embargo son constituyentes en un Armando Discepolo, cuyo padre, recordemos, había estudiado en una de las escuelas de música más prestigiosas del siglo XIX (la Academia Real de Nápoles). En la Academia confluye toda la cultura europea del siglo XVIII desde Haendel a Metastasio; allí se formó Bellini, como se sabe, ineludible por su trabajo sobre la cesura para pensar la orquestación wagneriana y, en consecuencia, la cultura tal como la entendió el siglo XX (pensemos en Celan o de Mandelstam).
Las traduccones del padre de Borges (don Guillermo tradujo, como Joaquín V. González, los textos de Omar Khayyam, de su versión -por supuesto- inglesa) o los poemas de Lafinur (que me gustan) resultan, en comparación, modestos. Uno podría leer pues desde las carencias operísticas toda la literatura borgeana (compararla con el verdismo de Visconti o el wagnerismo ya diluido del primer Mann) y su recurso a la enciclopedia como una forma de saber suplementario (en el sentido de un saber que suple un supuesto vacío).
La crítica vagamente socialista (laborista de centroizquierda tal vez sea más exacto) de los 80 lee de esa manera: ubica al otro en el lugar de la carencia; lo lee todo desde la "plenitud", desde el "llenado" plasmado en los años anteriores en el suplemento de Nación.
La crítica que interesa es más la la de imaginación técnica que la de la modernidad periférica. Pienso en una crítica que opera no tanto enfatizando faltas (¿de qué carece, en el fondo, un ciego?, podemos preguntarnos con Spinoza) sino gozando de los lugares de deseo y de fuerza. No empeñarse en aquello que una escritura no puede (Alrt no puede, en teoría, leer en inglés; Borges, en su visión tan simplota de lo italiano, no puede distinguir con claridad, por ejemplo, un elemento insoslayable como es la diferencia entre la entoncación meridional italiana, de donde su cercanía con formas eminentemente lírica, y la septentrional, más apegada a un metro narrativo, una diferencia que no es menor en Discepolo o Porchia o en el modo de entonar la milonga en Ignacio Corsini; no puede, tampoco, arreglar un cuerito; ninguno, ni Borges ni Arlt, puede leer a Dostoievsky en ruso, que algunos recién llegados, como la familia Gelman, abordaban en su original: no importa, la literatura no es el Uno de Plotino, siempre pleno y completo: a ella, siempre se le puede añadir una nueva carencia: son cosas que pasan), sino aquello que una escritura genera. Lo que articula o abre. Su potencia.